martes, 20 de mayo de 2014

A LO MEJOR YO HABRÍA EVITADO TODO AQUELLO. PROBLEMAS HISTORIOGRÁFICOS II.

Creo que mencionamos que todos los historiadores se someten a la existencia dee un pasado fragmentario, incompleto y muy lejano. Pese a todo hay investigadores que creen que las cosas podrían haber sucedido de otra manera. Incluso existe una historia contrafactual, que responde a la pregunta «¿qué habría pasado si ...?

Muchas veces este tipo de historia que dicen qué pretende explicar el pasado, es un intento de demostrar que se podrían haber evitado algunos errores, o parece poner al historiador en el punto de vista de un literato. Las ucronías son frecuentes en el cine y la literatura fantástica. Han dado lugar a miniseries como Amerika.




Lo normal no es ser totalmente contrafactual, se suele ser de manera muy leve, como por ejemplo ayer en el diario electrónico EL PAÍS se podía leer el artículo: Lecciones de 1914.

Pero el caso más complejo de contrafacualismo, es la historia paralela que ignora factores importantes , para crear un relato alternativo que se explica muy bien en el libro de EN DEUDA:

Graeber nos habla que en la época del colonialismo, hasta 1971, el Capitalismo tenía un espíritu de apuesta y de la naturaleza de ciertas ideas de progreso, como  los paradigmas de la Ilustración acabaron imponiendo ideas, no porque fueran más racionales, nuevas, o lógicas, más bien por el miedo al colapso.


En este punto debería ser más preciso. No es del todo cierto que el capitalismo sea incapaz de concebir su propia eternidad. Por una parte, sus partidarios se ven a menudo obligados a presentarlo como algo eterno porque insisten en que es el único sistema económico viable; uno que, como les gusta decir a veces, «ha existido durante cinco mil años y existirá cinco mil más». Por otra parte, parece que en cuanto una parte importante de la población comienza realmente a creerlo y, especialmente, comienza a tratar a las instituciones de crédito como si fueran a existir para siempre, todo comienza a escapar al control. Recordemos en este punto que fueron aquellos regímenes capitalistas más sobrios, responsables y cautos (la República Holandesa del siglo XVII, la Commonwealth británica del siglo XVIII), es decir, los más cuidadosos a la hora de manejar su deuda pública, los que presenciaron las explosiones más estrambóticas de frenesí especulativo, las «tulipomanías» y las burbujas de los Mares del Sur.

(Recuerda que de la Tulipomanía se ha hablado en otra entrada de este BLOG)

Gran parte de esto tiene que ver con la naturaleza de los déficits nacionales y del dinero-crédito. Prácticamente desde que estas cosas aparecieron por vez primera, los políticos se han quejado de que la deuda nacional no es sino tomar dinero prestado a las generaciones venideras. Pese a todo, sus efectos han sido de doble filo: por una parte, financiar el déficit es poner incluso más poder militar en manos de príncipes, generales y políticos; por la otra, sugiere que el gobierno debe algo a quienes gobierna. En tanto nuestro dinero es, en definitiva, una extensión de la deuda pública, cada vez que compramos un periódico, un café o hacemos una apuesta en el hipódromo estamos negociando con promesas, representaciones de algo que el gobierno nos dará en algún momento del futuro, incluso si no sabemos exactamente qué es”


Immanuel Wallerstein suele señalar que la Revolución francesa introdujo unas cuantas ideas profundamente nuevas en la política; ideas que, cincuenta años antes de la Revolución, la gran mayoría de los europeos cultivados hubieran tildado de locuras, pero que cincuenta años más tarde prácticamente todo el mundo sintió que, al menos, debía aparentar aceptar como ciertas. La primera de ellas es que el cambio social es inevitable y deseable: que la tendencia natural de la historia es que las civilizaciones mejoren gradualmente. La segunda idea es que el agente adecuado para gestionar este cambio es el gobierno. La tercera es que el gobierno obtiene su legitimidad de una entidad llamada «el pueblo». Es fácil ver cómo la misma idea de una deuda nacional (la promesa de una continua mejora en el futuro; al menos, un 5 por ciento de mejora anual) puede haber jugado un papel importante a la hora de inspirar una perspectiva tan novedosa y revolucionaria. Pero al mismo tiempo, cuando se contempla lo que hombres como Mirabeau, Voltaire, Diderot, Sieyés (los philosophes, los primeros en proponer esa noción de lo que hoy en día llamamos «civilización») estaban debatiendo en los años inmediatamente previos a la Revolución vemos que eran los peligros de una catástrofe apocalíptica, la perspectiva de ver la civilización que conocían destruida por la bancarrota y el colapso económico.
Parte del problema era el obvio: la deuda nacional, en primer lugar, nace de la guerra; en segundo lugar, no todo el mundo la posee en la misma cantidad, sino que la poseen, especialmente, los capitalistas, y en la Francia de aquella época, «capitalista» significaba, específicamente, «aquellos que poseen partes de la deuda nacional». Los más inclinados hacia la democracia creían que la situación era un oprobio. «La moderna teoría de la perpetuación de la deuda», escribía hacia la misma época Thomas Jefferson, «ha empapado la tierra de sangre y ha aplastado a sus habitantes bajo cargas que no cesan de acumularse». La mayoría de los intelectuales de la Ilustración temían que la situación sería aún peor. Al fin y al cabo, si algo era intrínseco a la nueva, «moderna» noción de la deuda impersonal, era la posibilidad de bancarrota[113]. En aquella época, efectivamente, una bancarrota era algo muy similar a un apocalipsis personal: implicaba la prisión, la disolución de las propiedades; para los menos afortunados significaba tortura, hambre y muerte. Qué podía significar una bancarrota nacional, en aquel momento histórico, nadie lo sabía. Sencillamente no había precedentes. Y sin embargo, conforme las naciones combatían en guerras más extensas y sangrientas, y sus deudas crecían geométricamente, la bancarrota comenzaba a parecer inevitable. El abad Sieyés, el primero en exponer su gran esquema para un gobierno representativo, lo hizo, en primera instancia, como una manera de reformar las finanzas nacionales, a fin de detener la inevitable catástrofe. Y cuando ésta se diera, ¿cómo sería? ¿Dejaría de valer el dinero? ¿Acaso regímenes militares se harían con el poder? ¿Los regímenes europeos se verían obligados a entrar en bancarrota y caer como fichas de dominó, sumiendo al continente en la barbarie, la oscuridad y la guerra sin fin? Muchos anticipaban ya lo que sería el Terror mucho antes de la Revolución.
Se trata de una historia extraña porque estamos acostumbrados a pensar en la Ilustración como el amanecer de un periodo único de optimismo humano, nacido de la creencia en que los avances de la ciencia y el conocimiento humanos harían, inevitablemente, que la vida fuera más sabia, segura y mejor para todo el mundo, una incauta fe que, se dice, llegó a su auge con el socialismo fabiano de la década de 1890, para acabar aniquilada en las trincheras de la Primera Guerra Mundial.
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Se trata de una historia extraña porque estamos acostumbrados a pensar en la Ilustración como el amanecer de un periodo único de optimismo humano, nacido de la creencia en que los avances de la ciencia y el conocimiento humanos harían, inevitablemente, que la vida fuera más sabia, segura y mejor para todo el mundo, una incauta fe que, se dice, llegó a su auge con el socialismo fabiano de la década de 1890, para acabar aniquilada en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. En realidad, incluso los ciudadanos de la Inglaterra victoriana se veían acechados por los espectros de la degeneración y el declive. Más que nadie, compartían la noción cuasi universal de que el capitalismo no duraría para siempre. La insurrección parecía inminente. Muchos capitalistas de la era victoriana operaban bajo la sincera creencia de que en cualquier momento podían acabar colgando de las ramas de un árbol. En Chicago, por poner un ejemplo, un amigo me llevó a dar una vuelta por una hermosa calle antigua, bordeada de mansiones de la década de 1870. La razón de que estuvieran así, me explicó, fue que la mayoría de los industriales ricos de Chicago estaba tan convencida de que la revolución era inminente que se realojaron colectivamente en torno a la calle que llevara a la base militar más cercana. Casi ninguno de los grandes pensadores acerca del capitalismo, a uno y otro lado del espectro, desde Marx a Weber, desde Schumpeter a Von Mises, creía que el capitalismo fuera a durar más de una o dos generaciones, a lo sumo.
Podríamos ir incluso más lejos: en cuanto el miedo a una inminente revolución social dejó de resultar plausible, hacia finales de la Segunda Guerra Mundial, se nos presentó de inmediato el espectro del holocausto nuclear. Y después, cuando éste dejó de parecer plausible, descubrimos el calentamiento global. Esto no significa que estos peligros no fueran, o no sean, reales. Pero resulta extraño que el capitalismo tenga la constante necesidad de imaginar, o incluso fabricar, los medios para su propia extinción. Se trata de un drástico contraste con la conducta de los líderes de los regímenes socialistas, de Cuba a Albania, que, en cuanto llegaban al poder, comenzaban a actuar de inmediato como si su sistema fuera a durar para siempre, algo irónico si tenemos en cuenta que, en realidad, no pasaron de ser un breve accidente en términos históricos.
Quizá la razón sea que lo que era cierto en 1710 sigue siendo cierto hoy en día. Ante la perspectiva de su propia eternidad, el capitalismo (o, en cualquier caso, el capitalismo financiero) simplemente explota. Dado que carece de final, no hay absolutamente ninguna razón para no generar crédito (es decir, dinero futuro) de manera infinita. Los recientes acontecimientos parecerían corroborar esto. El periodo que lleva hasta 2008 fue uno en el que muchos comenzaron a creer realmente que el capitalismo duraría para siempre; como mínimo, nadie parecía capaz de imaginar una alternativa. El efecto inmediato fueron series de burbujas cada vez más arriesgadas que llevaron al aparato entero a estrellarse.


Pasaje de: Graeber, David. “En deuda.” 


ACTIVIDAD:


Lee los textos y analiza las ideas, después en tu blog escribe una entrada sobre el tema, con un resumen y una opinión, recuerda que tienes dos horas de clase.

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