martes, 10 de junio de 2014

EDMOND JABES, EL POETA EXTRANJERO

Lee la biografía de Edmond Jabès en WIKIPEDIA.


"El libro de las preguntas":

Introducción
El libro de las preguntas es el libro de la memoria.
A los obsesivos interrogantes sobre la vida, la palabra, la libertad, la elección, la muerte, responden rabinos imaginarios cuya voz es la mía.
Las respuestas que da esta obra, dos amantes perdidos vendrán a leerlas; por mi parte, he intentado, al margen de la tradición y a través de los vocablos, recobrar los caminos de mis fuentes.
Para existir se necesita primero ser nombrado; pero para entrar en el universo de la escritura, es necesario asumir, con el propio nombre, la suerte de cada sonido, de cada signo que lo perpetúan.
De un idilio simple y trágico surge un canto de amor que es, a pesar de todo, canto de esperanza. Este canto ambiciona hacernos asistir al nacimiento de la palabra y, en dimensión más que real, a un ensanche del umbral del sufrimiento que ilustra una colectividad perseguida, cuyo lamento es retomado, era tras era, por sus mártires.
                                                                                                                                                                                     1963
Dedicatoria

En el cementerio de Bagneux, departamento del Sena,
descansa mi madre. En el viejo Cairo, en el cementerio
de las arenas, descansa mi padre. En Milán, en la muerta
ciudad de mármol, está sepultada mi hermana.
En Roma, donde, para acogerle, la sombra cavó la tierra,
está enterrado mi hermano. Cuatro tumbas.
Tres países. ¿Conoces las fronteras de la muerte?
Una familia. Dos continentes. Cuatro ciudades.
Tres banderas. Una lengua, la de la nada. Un dolor.
Cuatro miradas en una. Cuatro existencias. Un grito.
Cuatro veces, cien veces, diez mil veces, un grito.
 -¿ Y los que no tienen sepultura? , preguntó Reb Azel.
 -Todas las sombras del universo, respondió Yukel, son gritos.
 (Madre, respondo a la primera llamada de la vida,
 a la primera palabra de amor pronunciada
y el mundo tiene tu voz.)

  A ti, que crees que existo...
(«A ti, que crees que existo,
¿cómo decir lo que sé
con palabras cuyo significado
es múltiple;
palabras, como yo, que cambian
cuando se las mira,
cuya voz es ajena?
¿Cómo decir
que no soy
pero que, en cada palabra,
me veo,
me oigo,
me comprendo,
a ti, cuya realidad
renovada
es la de la luz
a través de la cual
el mundo cobra conciencia del mundo
perdiéndote
pero que respondes
a un nombre
prestado?
¿Cómo mostrar lo que he creado
fuera de mí,
hoja tras hoja,
donde todo rastro de mi paso
está borrado
por la duda?
¿A quién se le han aparecido esas imágenes
que ofrezco?
Reivindico, en último extremo, lo que me es debido.
Cómo demostrar mi inocencia
cuando el águila ha volado de mis manos
para conquistar el cielo
que me atenaza?
Muero de orgullo en el límite
de mis fuerzas.
Lo que espero está siempre más lejos.(...)

 DE LA SOLEDAD COMO ESPACIO DE ESCRITURA

“El amanecer

quema de libros, espectáculo del supremo

saber destronado.

“Virgen es, entonces, la mañana. “

– dijo él – no es más que una gigantesca

El acto de escribir es un acto solitario.
¿La escritura es la expresión de esta soledad?
¿Puede haber escritura sin soledad o aún soledad sin escritura?
¿Habrá grados de soledad –así como hay tantas playas, diferentes niveles de soledad – como intensidades de la sombra o de la luz?
¿Se podrá, en este caso, afirmar que hay ciertas soledades dedicadas a la noche y otras al día?
¿Habrá en fin diversas formas de soledad: soledad resplandeciente, redonda –la del sol – o soledad plana, tenebrosa –la de las lápidas funerarias; soledad de la fiesta y soledad del duelo?
La soledad no se puede decir sin que inmediatamente deje de existir.
La soledad no se puede escribir si no en la distancia que la proteja del ojo que la lee.
El decir será para el texto lo que la palabra oral es para la palabra escrita: el fin de una soledad asumida para la una y el preludio de una aventura solitaria para la otra.
El que habla en voz alta jamás está solo.
El que escribe reúne, por intermediación del vocablo, su soledad.
¿Quién se atreve en medio de las arenas, a hacer uso de la palabra? El desierto sólo responde al grito, al último, ya envuelto del silencio de donde surgirá el signo; porque jamás escribe sino a los imprecisos confines del ser.
Tomar conciencia de este límite es, al mismo tiempo, reconocer como punto de partida de lo escrito, la irregular línea de demarcación de nuestra propia soledad.
Habrá entonces, así, por la soledad y por lo escrito, fronteras fluctuantes que sigamos, pluma en mano; fronteras por nosotros y gracias a nosotros, reconocidas.
En cada libro sus antros de soledad.
Siete cielos se reclaman del cielo. El vacío y sus etapas. Así la soledad que es vacío del cielo y de la tierra, vacío del hombre dentro del cual se agita o respira.
Ligada a todo origen, la soledad en su poder excepcional de romper el tiempo, de despejar la unidad primera; de hacer, en todos los casos, del múltiple indeterminado, el uno innombrable.
Intentar escribir, desde estas condiciones, considerando incluso, al margen de lo escrito, rehacer por vez primera, pero en sentido inverso, el camino seguido por el pensamiento; llevar nuevamente el pensamiento al objeto mismo de su reflexión; lo escrito, al vocablo que lo contenga; volver, en suma, a salir de su propia soledad para adherirse a la inicial soledad del libro en la ignorancia aún de su comienzo y en la cual el libro buscará su nombre; porque es sobre las ruinas de un libro, de las cuales se aparta, que el libro se contruye; sobre la aterradora soledad de sus escombros.
El escritor jamás abandona el libro. El crece y se derrumba a su lado. Escribir, en una primera instancia, no será más que recoger las piedras del libro desplomado con el fin de levantar con ellas una nueva obra –la misma sin duda-; edificio donde el escritor será el infatigable maestro de obra, arquitecto, albañil; menos atento, sin embargo, al progreso de su construcción, que al movimiento interno, natural que preside su conclusión; atento, sobre todo, a la escritura de esta doble soledad –la del vocablo y la del libro- que se quisiera progresivamente legible.
En ningún lado como no sea en este rectángulo de papel destinado a lo indecible, es que palabras y morada han sido jamás así tan fuertemente liadas las unas a la otra y, al mismo tiempo –oh paradoja- tan remotas; porque ninguna alianza está permitida a la soledad, ninguna unión o asociación; ninguna esperanza de liberación común.
Sola, se construye; sola, con la complicidad de la escritura, organiza la lección de los orgullosos carteles de las épocas de su esplendor o de sus largas y profundas heridas, en el momento en que la obra que ella contribuye a poner en pie, es tumba polvorienta; donde el libro se quiebra en la infinita fractura de sus palabras.
Soledad a la cual se somete el escritor; otorgando, a veces, más de lo que puede ofrecer, sin poder sustraerse al compromiso adquirido hacia ella.
¿Pero por qué? ¿La soledad no es una elección deliberada del hombre? Entonces, ¿cuáles son sus cadenas que nadie forjó? ¿Habrá una soledad que escape a su voluntad, que no pueda, impotente, superarla?
La exigencia de esta soledad donde el escritor no será liberado es, precisamente, por aquella palabra que la denomina y le ha sido impuesta; soledad del subsuelo de su soledad, como si hubiera una soledad más sola, enterrada dentro de la soledad, donde la palabra se modela a la imagen captada de sí misma, del mismo modo que un infante en el vientre materno.
En lo sucesivo, todo se elaborará según un orden premeditado; porque el proyecto de libro es, de principio, temerario proyecto del vocablo. No se puede escribir el libro sin haber participado indirectamente en el plan que no será, quizá, más que la intuición que tuvimos del libro a partir de aquello que se había escrito.
Soledad de una palabra entonces, soledad de la palabra frente a la palabra, de la noche frente a la noche donde, astro sumergido, el vocablo no brilla más que por ella.
Pero, te objetaran, ¿cómo pueden, a partir del libro, ir hacia la palabra? – Como el día va hacia el sol, responderé. ¿El libro no es una palabra? Será siempre a la palabra “libro” a la que volveremos. El espacio del libro es el interior de la palabra que lo designa. Escribir el libro no será más que invertir este espacio oculto, escribir dentro de esta palabra.
Pero esta palabra que reúne todas las palabras de la lengua –como el astro de la mañana toda la luz del mundo- no es, más que el lugar de su soledad; el lugar donde ella se confronta con la nulidad; donde ella deja de significar, donde no designa más que a la Nada.
“Tú no puedes leer aquello que vives, pero puedes vivir aquello que lees”, decía.
– ¿Cúantas páginas tiene tu libro?
– Exactamente noventa y seis superficies planas de soledad. Una al lado de la otra. La primera arriba y la última en la base. Tal es la ruta de la escritura – respondió.
Y agrega: “Lo que me intriga es ¿cómo en este punto de haber descendido hoja por hoja, por cada uno de los pasajes del libro, ha sido sólo para poder saber, cómo le hice para encontrarme, de entrada, en la más alta, la primera?
El fondo del agua está lleno de estrellas.
La escritura es una apuesta de la soledad; flujo y reflujo de inquietud. Ella siempre es el reflejo de una realidad manifestada en su nuevo origen y donde, al corazón de nuestros deseos y de nuestras dudas, nos hacemos su imagen.
Un extranjero con,
bajo el brazo, 
un libro de pequeño formato.



El nombre autorizo el Yo pero no lo justifica.
Mi relación con los demás se escalona hasta el infinito; de abajo arriba y nunca en la distancia-de aquí hacia allá.
como la palmera dede la raíz hasta la palma, los demás forman parte de mí mismo.

Lo que llamas<<distancia>> no es más que lo que dura una inspiración, una espiración.
Todo el oxígeno, imprescindible para el hombre está en sus pulmones.
Vacío está el espacio de la vida.

De un relámpago, la eternidad hace un clavo herrumbroso, igual que el minuto temerario hace un martillo inútil.
....



No hay comentarios:

Publicar un comentario